Por amor al detalle: una vida dedicada al servicio


Por CANDELARIA FONT

Pablo Müller es mozo desde hace 41 años en Fettuccine Mario, uno de los restaurantes más reconocidos de Pilar. Hoy, se encarga de todo: desde “fajinar” las copas, hasta atender a grandes figuras como la embajadora de Etiopía.

Se crió entre manteles y platos. Su papá se encargaba de la cocina en la hostería Los Ranchos en el kilómetro 50 de Pilar. Actualmente, la posada de su infancia ya no existe, pero esa pasión por la cocina y estar en contacto con el cliente sigue intacta. Pablo Müller trabaja desde hace 41 años en el tradicional restaurante pilarense Fettuccine Mario. Es mucho más que un mozo; es jefe de salón, gerente del restaurante y la mano derecha de los dueños del local gastronómico. Como lo define él, su puesto es “general”, se encarga de todo: desde capacitar a los nuevos mozos, hasta arreglar heladeras y atender a celebridades como Robert de Niro.

Lo que fue su hogar durante su niñez, hoy, es el estacionamiento de acopios del Easy del Centro Comercial de Las Palmas del Pilar. Imagen: Pilar a Diario.

Mientras dobla una servilleta en forma de flor y la coloca sobre uno de los platos, Müller recuerda sus inicios en el mundo gastronómico como mozo en eventos: “Usaba el moñito, la camisa y el esmoquin blanco solapa”. Aunque desde chico siempre estuvo en contacto con el rubro, afirma que se quedó porque le gusta. “Me gusta, me divierto mucho y estoy más horas acá que en mi casa”, comenta el hombre de 60 años, quien, además, destaca la importancia de tener una familia que acompañe este oficio. Casado hace 20 años y con una hija de 19, confiesa que a veces es difícil no estar en días especiales como cumpleaños, aniversarios o bautismos. “La vida del gastronómico es así, cuando el resto sale a festejar un día del padre, un día de la madre, alguien tiene que servir”, y es ahí en donde Müller - junto con su equipo de 11 trabajadores - sale a ofrecer el mejor servicio para los comensales del restaurante italiano.


Lo que más le gusta de su trabajo es el contacto con la gente y que se vayan contentos. A través de los años ha desarrollado vínculo con muchos de los clientes, que al llegar al restaurante piden por él o simplemente lo miran y le enuncian “lo de siempre”. Ante eso, Müller sale a la marcha con un par de bebidas en la mano, ya conociendo los gustos de cada uno.


Esos clientes hacen que su lugar de trabajo se transforme en lo que él llama “casa”. “Estoy más horas acá que con mi familia. Arranco a las 8:30 am, y los días que hay cierre - de miércoles a sábado - salgo recién a las 2 de la madrugada”, explica. El establecimiento está abierto los 365 días del año, menos el 24 y 31 de diciembre a la noche y el 25 de diciembre y 1° de enero al mediodía. En palabras de Müller, Fettuccine Mario para él “es una familia que te deja estar con tu familia”. Por eso, a pesar de las largas jornadas y el sacrificio de no estar presente siempre en su hogar, el jefe de salón destaca el buen ambiente en el que trabaja y la cercanía con la que lo tratan.

Müller revela que el truco más importante en su oficio es la memoria. “Es eso lo que no falla y sorprende a cada cliente”. Crédito: Candelaria Font.

No obstante, la familia lo acompañó también en el ristorante: trabajó 15 años junto a su padre en la casa de comida italiana. Pero, a diferencia de lo que sucede en la relación padre-hijo, esta vez, le tocó ser jefe de su padre. “Yo era el encargado y mi papá era mozo. Había que separar la propia sangre del trabajo. Esta siempre fue una casa que tomó personal recomendado por familias, lo cual no se acostumbra en otros lados”, revela el jefe de salón.

Müller recuerda el trabajo con su padre como un momento emocionante que lo hizo crecer como jefe de salón.

Crédito: Candelaria Font.

Esta profesión inevitablemente lo involucra en la vida privada de sus comensales. Desde ayudar a planificar propuestas de matrimonio, contratar mariachis y poner anillos en copas y postres, hasta llevar a sus clientes e inspectores al hospital. Recuerda la vez en que un inspector, mientras revisaba las cuentas en la computadora, se quedó “duro”. “Lo miré y le dije, ‘Jefe, Jefe’. Fue automático, lo cargamos en un sillón y lo llevé directamente a la ambulancia y ahí lo atendieron”.


Con el correr de los años, Müller perfeccionó el arte de estar siempre presente, pero de forma desapercibida. Atento a los detalles de sus comensales, nunca tuteándolos y respetando su espacio, este jefe de salón forma parte del último rastro de mozos de vieja escuela en el país. Son discretos, eficientes, profesionales y con vocación de servicio, lo que hace de la experiencia de sus comensales una inolvidable y placentera.

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